CRISTO Y ROMA


El Imperio Romano fue una institución política, militar y sociocultural que en el primer tercio del siglo I se extendía por todo el entorno del Mediterráneo, comprendiendo aproximadamente la extensión de tres millones de kilómetros cuadrados y que gobernaba desde su capital, Roma, al menos sesenta millones de habitantes.
 
 
Esta estructura estaba basada en una religión politeísta que incluso incluía el culto hacia el Emperador, comandante en jefe del ejército, líder del Senado y máxima autoridad religiosa que ejercía el cargo de Pontifex Maximus.
 
En este primer tercio del siglo I, se produce la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo y comienza la expansión de su doctrina por medio de los Apóstoles.
 
Para los cristianos todo lo referente a la vida y muerte de Cristo ha constituido la piedra angular por la que se dividirá la historia en un antes y un después de Cristo, pero para las autoridades romanas este hecho histórico no pasó de ser un episodio aislado por el que en un primer momento no se mostró ningún interés y que no parecía ser más que otro movimiento revolucionario a los que ya estaban acostumbradas en esa zona del Imperio, concretamente en Palestina. Estos hechos aislados no solían dejar rastro dentro del Imperio tras poner a funcionar toda su maquinaria de aniquilación.
 

Incluso la predicación de la vida y muerte de Jesús por los Apóstoles tampoco fue un problema para Roma, pues en un primer momento fueron confundidos con predicadores judíos y solamente en alguna región oriental fueron distinguidos de estos.

Por su parte, el Imperio Romano había creado todos los elementos fundamentales que permitieron la expansión inicial del cristianismo, por una parte la Pax romana y el hecho de estar ese medio mundo conocido unificado cultural y lingüísticamente permitieron su difusión de una manera eficaz, de hecho todos los elementos organizativos del Imperio fueron adquiridos por la Iglesia, la división en diócesis, metrópolis y patriarcados, con el Pontífice al frente, serían copiados del modelo romano, la capital, Roma, y la lengua oficial, el latín, ya se perpetuarían por los siglos como la capital y la lengua de la Iglesia Universal.

 
Aunque a esta nueva comunidad Tácito ya los nombra "cristianos" diferenciándolos de los judios se plantea hoy en día la hipótesis de que pudiera haber sido Flavio Josefo el responsable de esta distinción, puesto que por entonces se hallaba en Roma y tenia fácil acceso al palacio imperial por la amistad que le unía a la esposa de Nerón. También pudo contribuir a esta distinción entre judíos y cristia­nos la predicación del Apóstol San Pablo durante los dos años de su estancia en Roma como prisionero.

 
Desde un primer momento la oposición frontal entre el Imperio y el cristianismo no radicaba en el campo de los hechos concretos, sino en el de los principios. Por una parte el Imperio estaba basado en una religión colectiva y nacional que unía el reconocimiento de la religión oficial a la legalidad ciudadana, y por la otra los cristianos partían de la idea de una religión personal que sólo tributaba culto al Dios de sus conciencias.

 
La causa fundamental por la que el Imperio Romano se enfrentó al cristianismo, fue la falta de libertad religiosa del Estado, por eso, hasta que el Imperio no renunció a esta confesionalidad, la confrontación con los cristianos perduró. Por error se han considerado como causas de las persecuciones la hostilidad de los judíos, que no podían ver con buenos ojos que el cristianismo se expandiera a su sombra, como se evidenció en el caso del martirio de San Policarpo de Esmirna, también la animosidad de las masas, que incitaban a la persecución buscando un chivo expiatorio por la presencia de una peste, de una hambruna o de una guerra, pero como decíamos estos hechos no deben ser considerados como causa, sino mas bien como pretextos para acabar con una comunidad a la que se odiaba o se rechazaba.

 
Paul Allard acierta al sintetizar en tres las causas principales de las persecuciones de cristianos, el prejuicio popular, los prejuicios de los estadistas y las mezquinas pasiones de los emperadores.
 
Como en todos los periodos heroicos históricos, acerca de los mártires de los primeros siglos se ha desarrollado una selva de leyendas, que hacen muy difícil mostrar un cuadro fidedigno de los acontecimientos reales. No se trata aquí de escasez de fuentes. Justamente de la época de las persecuciones poseemos gran abundancia de relatos, cartas de testigos oculares, incluso actas judiciales que nos informan hasta de los pormenores más impresionantes. No radica ahí la dificultad, sino en la romántica transfiguración que las posteriores generaciones han hecho sufrir a esta edad. El historiador que investiga las fuentes con espíritu crítico y con el propósito de relatar los hechos tal como ocurrieron en verdad, esta siempre en peligro de lastimar piadosos sentimientos. Lo hace ya con solo establecer la conclusión de que los mártires no fueron millones, y que por otra parte hubo una cantidad muy considerable de cristianos que dieron muestras de flaqueza. Las persecuciones, entonces como más tarde, fueron siempre un trance muy amargo y totalmente exento de romanticismo.

 
Desde el año 64 en que se produjo la persecución de Nerón, hasta el año 313, fecha en que Constantino les concedió la libertad de culto, los cristianos tuvieron que sufrir un largo y penoso itinerario, salpicado con la sangre de los mártires, y ensombrecido con la tortura mas atroz de los confesores que fueron aquellos cristianos que, por defender su fe, sufrieron los mas variados tormentos, pero que no murieron en ellos.

 
Durante los dos primeros siglos los cristianos fueron perseguidos como individuos particulares, en cambio durante el siglo III la persecución se dirigía sistemáticamente contra el cristianismo en cuanto organización, y finalmente, desde los últimos años del siglo III hasta el año 313, la persecución se dirigió globalmente contra los cristianos como individuos y contra la Iglesia como organización.
Hay que tener en cuenta que, durante esos doscientos cincuenta años, los cristianos también gozaron de largos periodos de paz, aunque en una u otra región del Imperio siempre hubo algunos mártires.

 
Prueba evidente de que los cristianos gozaron de largos periodos de paz es el hecho de que las comunidades cristianas pudieron tener lugares públicos de culto, enseñar en escuelas creadas al efecto, como la de Justino en Roma o la de Clemente en Alejandría, y lo que es aun más importante, llevar pleitos ante los tribunales del Imperio y ganarlos. Se puede calcular que los cristianos, desde el año 64 hasta el año 313, gozaron de unos 118 años de paz, aunque fuese una paz muy precaria, y durante unos 129 años sufrieron persecuciones; siempre, naturalmente, alternándose periodos más o menos largos de paz y de persecución.
 
La mayoría de los historiadores entre los que podemos incluir a San Agustín o a Lactancio afirman que las persecuciones fueron diez en tiempos de romanos, aunque no hay que despreciar la lectura que hace Daniel Rops sobre este asunto;




[…no ha de considerarse como histórica esta cifra de diez persecuciones, que todavía conservan muchas obras piadosas. La cifra de diez, que por otra parte varió durante los mismos primeros tiempos cristianos, parece haberse escogido a causa de su carácter simbólico. Correspondía a las plagas de Egipto. Y en el capítulo 13 del Apocalipsis se leía que la Bestia a la cual se permitía "hacer la guerra a los santos y vencerlos, tendría diez cuernos sobre sus cabezas, y sobre sus cuernos, diez diademas, y sobre estas cabezas unos nombres de blasfemia. La verdad es que no hubo diez grandes persecuciones sistemáticas, sino tan sólo cuatro o cinco; aunque si se quisieran enumerar todas las reacciones sangrientas de los Poderes públicos contra la propaganda cristiana a través de todas las provincias del Imperio, la cifra sería diez o doce veces mayor…]




 

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