VII. DECIO





 
Nacido de una familia romana de la clase plebeya, asentada en el Danubio, en la región de Sirminium, en la Panonia inferior, Decio [Caesar Gaius Messius Quintus Traianus Decius Augustus (201 – 251)] fue un hombre que se pro­puso como fin la restauración del ideal religioso del Estado romano, quizás como reacción contra el sincretismo oriental de los Severos. Metido de lleno en su plan de reorganización imperial, Decio se convenció de que el mayor enemigo del Estado romano era el cristianismo.

Para llevar a cabo su plan Decio publicó un edicto general contra los cristianos que fue promulgado a finales del año 248 ó a principios de enero del año 250.  Aunque su contenido no se ha conservado, si se puede conocer por las fuentes contemporáneas.

Este edicto exigía no sólo a los cristianos, sino a todos los habitantes del Imperio romano, el reconocimiento de la religión estatal mediante el ofrecimiento de un sacrificio a los dioses y la participación en los banquetes sacrificales. El no exigía, por tanto, la expresa renuncia al cristianismo. Pero lo peculiar era que se ordenaba también una inspección exacta, que había de extenderse por todo el imperio, sobre la ejecución del edicto. Se estableció una comisión que tendría por misión vigilar el cumplimiento del sacrificio y expedir a cada ciuda­dano un certificado libellus en que constara que había sacrifica­do. Pasado cierto plazo, los libelli tenían que ser presentados a las autoridades. El que se había negado a sacrificar, era encarcelado, y todavía en la cárcel se intentaba quebrantar por medio de tor­turas la resistencia del confesor de la fe. Aun cuando la orden imperial no nombraba por ningún cabo a los cristianos, sus prin­cipales dirigentes y escritores se percataron bien de que aquella re­presentaba el más duro ataque que hasta entonces había sufrido la Iglesia.

No puede decirse qué intención pesaba más en la mente del emperador: si la de saber exactamente el número de secuaces del cristianismo o la de la vuelta en masa a la antigua religión del Estado. El innegable éxito inicial de las medidas aboga por la últi­ma idea. Las conmovidas quejas de los obispos Dionisio de Alejandría y Cipriano de Cartago no dejan lugar a duda de que, sobre todo en Egipto y África del norte, el número de los que de una u otra forma siguieron las órdenes del edicto superó con mucho al de los que se resistieron a obedecerlas, aunque en este punto algunos historiadores afirman que el número de cristianos que no permanecieron fieles y fueron ganados para la religión estatal de Roma debió ser muy pequeño.

En la persecución se buscaba con preferencia a los obispos y demás dirigentes, pero estos se escondieron procurando desde sus escondrijos animar a todos a la fortaleza y perseverancia. Entre estos se distinguieron San Cipriano de Cartago, San Gregorio Taumaturgo y San Dionisio de Alejandría.

Hay que reconocer que las apostasías fueron muy numerosas. Esta debilidad de muchos se manifestó en la gran multitud y en la diversidad de las apostasías. Entre los cristianos fieles supuso esto un efecto tristísimo. A los cristianos apostatas que habían ofrecido sacrificios a los dioses imperiales les llamaban los sacrificados, mientras que a aquellos que sólo quemaban incienso ante las imágenes de los dioses, se les llamaban incensados. Como es natural, los que hacían esto caían en la apostasía, de forma manifiesta.

Sin embargo, algunos cristianos cobardes que todavía se consideraban como tales, no se atrevieron a ofrecer el sacrificio ni el incienso a los dioses paganos, pero sí pusieron sus nombres en las listas de los que habían cumplido los requisitos imperiales. Esto lo consiguieron a base de sobornar a los magistrados. Éstos les proporcionaban a los cristianos el “libelluso” o billete oficial que acreditaba el cumplimiento de los edictos imperiales.

Como estos cristianos no habían ofrecido ni sacrificio ni incienso, quedaban con la conciencia más o menos tranquila. Sin embargo, como es natural, independientemente de los agravantes o atenuantes según las circunstancias, éstos cometían el pecado de apostasía, y por eso la Iglesia aplicó las mismas penas contra los “libeláticos” (éste fue el nombre que se les aplicó a estos apóstatas, que fueron muchos y dieron ocasión a grandes disputas) como contra los sacrificados e incensados.

Una de las primeras víctimas de la persecución fue el papa San Fabián, cuatro meses después del principio del reinado de Decio, exactamente el 20 de enero del año 250. También en Roma sufrieron el martirio dos santos orientales, Abdón y Senén.

Del resto de Italia se conocen un buen número de mártires cuyo martirio se atribuye al reinado de Decio. Sin embargo, las actas de sus martirios no tienen consistencia histórica. Como por ejemplo, Santa Águeda, hija y patrona de Catania, en Silicia.

En Cartago la persecución alcanzó su máximo rigor y dejó también un gran número de mártires.

El obispo Dionisio de Alejandría siguiendo el ejemplo de San Cipriano, se mantuvo mucho tiempo oculto, y transmite, gracias a Eusebio de Cesarea, noticias fidedignas. Ardieron muchas hogueras en Alejandría, donde ofrecieron su vida por Cristo multitud de mártires.

Hubo muchos mártires, también, en Grecia, Creta y otras islas helénicas, como por ejemplo, San Pionio, obispo de Esmirna, donde había sucedido a Eudemón, quien a su vez era sucesor de Policarpo. Las actas de su martirio parece que son dignas de crédito.

En España destacan los siguientes mártires: Santos Facundo y Primitivo en Galicia, Marcelo y Nona con sus tres hijos en León. Acisclo y Victoria en Córdoba, San Fermín, obispo de Pamplona. Emeterio y Celedonio en Calahorra, Santa Marta en Astorga, las santas Justa y Rufina en Sevilla.

Podemos concluir con una reflexión de Llorca;
[…una de las mayores glorias de la persecución, además de los mártires que dieron su sangre por Cristo, fue la corona de confesores de la Iglesia católica. Este título, que aparece por primera vez al finalizar la persecución de Decio, se aplicaba a todos aquellos que habían sufrido en cárceles, condenas de cadenas, torturas de diversas clases, pero, habiendo obtenido luego la libertad, podían mostrar la señal de sus sufrimientos en sus heridas y cicatrices. Eran como mártires vivientes, que habían conservado la vida para ejemplo y estímulo de los demás. Por esto la estima y veneración que el pueblo profesaba a los mártires, la trasladaba también a sus imágenes, los confesores.]


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