IX. DIOCLECIANO

 

 


Con Diocleciano [Gaius Aurelius Valerius Diocletianus Augustus (244-311)] comenzó un nuevo capítulo de la historia latina, llamado comúnmente el Bajo Imperio. 

Para los abulenses este emperador es recordado por ser bajo su reinado cuando se produjo el martirio de los Santos Apolo, Isacio y Crotato.

Este emperador, Diocleciano, parece que estimaba mucho a los cristianos, tenía incluso servidores cristianos en su propio palacio imperial de Nicomedia. De hecho, Eusebio menciona una no desdeñable cantidad de cristianos que tenían cargos en la corte.

En las provincias orientales del Imperio el cristianismo se había propagado en gran medida durante los últimos cuarenta años; en la misma Nicomedia casi un 50 por 100 de la población era ya cristiana; había cristianos que ejercían cargos públicos de importancia, como gobernadores de provincias, porque las autoridades ya no les exigían el juramento ante los dioses paganos, que obligatoriamente tenían que hacer los funcionarios públicos.

Esta tolerancia del emperador con respecto a los cristianos movió, a historiadores contemporáneos y modernos a absolverlo en gran parte de la responsabilidad en el desencadenamiento de la persecución.

Sin embargo, Diocleciano fue juzgado muy duramente por Eusebio y por Lactancio por haber desencadenado la persecución más universal y cruenta contra los cristianos; pero él era, personalmente, un hombre pacífico, con una gran capacidad de estadista; para evitar la perturbación interna dividió el Imperio en cuatro Prefecturas: Galias, Italia, Ilirico y Oriente; dividió las Prefecturas en 14 diócesis, y estas en 100 provincias. De este modo centralizó el gobierno, y evitó las continuas sublevaciones de la etapa anterior. Contra los ataques provenientes del exterior, sobre todo de los pueblos barbaros, dividió el Imperio en dos partes: el Imperio de Occidente con capital en Milán, y el Imperio de Oriente con capital en Nicomedia, dando lugar así a la Tetrarquía. El único Imperio Romano sería gobernado por dos Augustos: Diocleciano para la parte oriental y Maximiano para la parte occidental; cada uno de ellos tenía un César: Galerio, César de Diocleciano; y Constancio Cloro, César de Maximiano, que sucederían respectivamente en cada parte del Imperio a los dos Augustos.

De todos modos la situación no era segura para el cristianismo. Había diversos factores que empujaban a una persecución de vida o muerte. En primer lugar, la extensión que había logrado el cristianismo y su introducción en las clases altas. A esto, se le añadió el incremento continuo de cristianos en el ejército. Todo esto era como una provocación a los elementos más fanáticos del paganismo. En este sentido influía el fuerte lazo que tenía la religión romana con todo el mecanismo del Estado. Cuanto mayor era la fuerza del cristianismo, los partidarios de la Roma pagana se convencían cada vez más de que el cristianismo era una continua amenaza frente al Estado romano. Todos estos sentimientos se vieron aflorados por las corrientes filosóficas paganas de aquel entonces, especialmente el neoplatonismo.

Todas estas actitudes paganas contribuyeron a que Diocleciano cambiase de parecer con respecto a los cristianos.

Pero la gran influencia de la conducta de Diocleciano, para que viera a los cristianos con otros ojos, fue el César Galerio. En esto están de acuerdo casi todos los historiadores, debido sobre todo a que Lactancio que fue un testigo bien informado, ya que vivió durante mucho tiempo en Nicomedia y era el preceptor del hijo mayor de Constantino, por tanto estaba lógicamente muy familiarizado con la corte imperial, hace de Galerio el verdadero iniciador y el gran responsable de la persecución.

Sin embargo, el propio Lactancio se contradice a sí mismo, pues en otro lugar, califica a Jerocles de autor y consejero en la preparación de la persecución.

En definitiva, se puede decir, que en realidad, hubo múltiples causas e influencias que determinaron a Diocleciano a aplicar medidas estatales de violencia; pero la resolución la tomó, él con plena libertad y personal responsabilidad.

Bastó que alguien llegara a convencerlo de que el cristianismo era un obstáculo para la restauración y la grandeza del imperio romano, para que estallara la gran persecución. Sobre la misma informan, tanto Eusebio, en su Historia eclesiástica como Lactancio, en su libro De la muerte de los perseguidores.

Como se dijo Diocleciano, cedió a la presión de su César, Galerio; y, a pesar de que estaba convencido del grave error que cometía, decretó la persecución contra los cristianos, que paso por diversos estadios, hasta que se convirtió en una guerra de exterminio total.

Diocleciano empezó la lucha contra el cristianismo por una "depuración" del ejército, llevada a cabo por Galerio, bajo el pretexto de tibieza de los cristianos en el cumplimiento de sus deberes religiosos. Así es como puso a los cristianos ante la alternativa de renunciar a su profesión militar o al cristianismo. Este fue el preludio de la gran persecución. Todo esto se llevó a cabo, a través de un edicto en el que se debían sacrificar a los dioses o salir del ejército. En Numidia, el año 295, el cristiano Maximiliano se había negado violentamente al alistamiento, y por ello fue martirizado; en Mauritania, tres años más tarde, el centurión Marcelo había recusado continuar el servicio militar, cuando, en el aniversario de la toma de los títulos lovius y Herculius de los dos Augustos, no quiso quebrantar el juramento que le ligaba como cristiano. Otro incidente fue provocado por dos veteranos, Tipasio y Julio, en los años 298 y 302, cuando, con ocasión de un donativo, rechazaron las monedas en que se representaba a los emperadores como hijos de los dioses. Fabio, un empleado de la administración civil del gobernador de Mauritania, se negó a llevar las imágenes de los muertos, es decir, la bandera con las efigies de los emperadores divinizados.

En todos los casos el conflicto tenía fundamento religioso. Los citados cristianos no eran enemigos del servicio militar en sí mismo; lo que repudiaban era tomar parte en un acto de culto pagano, tal como se les imponía en las distintas formas del culto imperial, desde el momento en que los soberanos mismos se habían proclamado hijos de Júpiter y Hércules.

Galerio consiguió finalmente, convencer a Diocleciano para que no se conformara con una simple depuración del ejército, sino que declarara la guerra abierta al cristianismo. Pero antes de convencerlo, Diocleciano como era muy supersticioso, quiso consultar a los oráculos. Envió a Mileto a interrogar a Apolo Didimeo, y el oráculo confirmó el voto de los políticos, de que el cristianismo sería causa de un gran fracaso para el imperio.

El 25 de febrero del año 303, fue publicado el primer edicto de persecución, que "ordenaba para todo el imperio la destrucción de las iglesias y libros santos; la privación de sus cargos, dignidades y privilegios, a los fieles titulares de ellos, y, permitía a cualquiera seguir una acción en contra del cristianismo, para sostener una acusación, incluso de adulterio, robo o injurias. Finalmente, los esclavos no podrían conseguir la libertad". Sin embargo, consiguió Diocleciano, que repugnaba derramar sangre, que se respetaran las vidas de los cristianos.

Todo esto se entendía contra los cristianos que se mantenían firmes en la fe, al mismo tiempo que se insistía en que se procurara por todos los medios posibles su apostasía.

Aunque la pena de muerte no estaba contenida en el edicto, se dio el caso de un cristiano de Nicodemia, que desesperado, rasgó el edicto, haciéndolo pedazos, e inmediatamente fue echado vivo a las llamas.

La situación empeoró cuando fue declarado un incendio en el palacio imperial de Nicodemia. Lactancio, acusa a Galerio de haberlo provocado el mismo, con el objetivo de atribuirlo a los cristianos y tener una base de persecución sangrienta. Era la misma jugada que antaño, había realizado Nerón. De hecho, los cristianos del palacio fueron acusados de incendiarios, y los empleados del palacio fueron sometidos a horribles torturas.

Pero quince días después fue declarado un segundo incendio, con lo cual Diocleciano ya no vio en los cristianos más que enemigos declarados del imperio.

Entretanto el edicto entraba en ejecución en el resto del imperio. Así en las Galia y en Gran Bretaña que estaban bajo la autoridad del César Constancio Floro, la persecución fue muy leve y benigna. Esto es debido a que Constancio Floro, tenía una tendencia hacia a el monoteísmo, y también a causa de su esposa Elena, que estaba inclinada hacia el cristianismo que más tarde profesaría, y el mismo se mostraba partidario de la tolerancia para con los cristianos. Lo máximo que mandó realizar en contra del cristianismo fue hacer que se demoliesen algunas iglesias, pero en ningún caso, encarcelar o ejecutar a cristianos.

Sin embargo, en el resto del imperio, la aplicación del edicto fue mucho más rigurosa. En el imperio occidental, que dependía de Maximiano Hercúleo, en concreto, Italia, España y África, y en el imperio occidental donde mandaba Diocleciano fueron quemados una multitud de libros sagrados. Fueron pasto de las llamas, la biblioteca de la iglesia de Roma y los archivos pontificios, cuya pérdida fue irreparable.

La destrucción fue tan radical, que es normal que apenas queden un escaso número de obras anteriores del siglo IV, y especialmente algunas actas auténticas de los mártires de algunas iglesias.

Diocleciano aceleró pronto la marcha en el camino emprendido. Debido en gran parte a algunos movimientos sediciosos que turbaron Mitilene y en Siria, en los que se hizo ver otra vez la mano de los cristianos, con un único objetivo, publicar edictos cada vez más rigurosos. Por supuesto, estos edictos, que tres más, no se hicieron esperar.

El segundo edicto general apareció en abril del año 303, y en él se ordenaba el encarcelamiento de todo el clero. Ahora la meta era impedir que los fieles laicos pudiesen ser orientados por el clero. A este le siguió rápidamente un tercer edicto, que era como un complemento del segundo, y que consistía en la liberación de los encarcelados a todos aquellos que estuviesen dispuestos a ofrecer sacrificios, y se ordenaba la tortura hasta la muerte de los reos, a aquellos que no renunciasen a la fe cristiana. 

Eusebio cuenta que con ocasión de la fiesta del vigésimo aniversario de su reinado, Diocleciano mandó abrir las puertas de las cárceles y dejar en libertad a los prisioneros.

A su vuelta de Roma a Nicomedia, el emperador, contrajo una seria enfermedad, con grave depresión psíquica, que dio motivos de profunda preocupación en el palacio imperial. Esta enfermedad fue aprovechada por Galerio para hacerse dueño del imperio. El resultado fue que en el año 304 se publicase un cuarto edicto general, por el cual se extendía a todos los cristianos la obligación de ofrecer sacrificios a los dioses.

Este edicto provocó ríos de sangre. Sólo se salvaron la Galia y Bretaña gracias a la tolerancia que seguía conservando Constancio Floro.

En esta persecución fueron innumerables los mártires.

En Italia concretamente en Roma, se pueden enumerar los siguientes mártires: Santos Marcos y Marcelino, Santa Inés, San Pancracio, San Sebastián. En Milán: Víctor, Nabor, Félix, Gervasio, Protasio, Nazario, Celso. En Padua: Santa Justina. En Siracusa: Santa Lucía.
En España fue más abundante aún la siega que en otros sitios, debido al rigor y crueldad del prefecto Daciano: Santa Eulalia, Severo obispo, Cucufate y Félix, en Barcelona; Poncio y Narciso, obispos y los diáconos Víctor y Félix en Gerona. Santa Engracia y los innumerables mártires
de Zaragoza; San Valero y Vicente en Valencia, Justo y Pastor en Alcalá; Leocacia en Toledo; Eulalia, Julia y otros 28 en Mérida; Zoilo y 19 más en Córdoba; Ciríaco y Paula en Málaga; Vicente, Sabina y Cristeta en Ávila. 

Por último, Eusebio señala en Palestina el martirio de 92 cristianos.

Como indica Álvarez Gómez: "la finalidad de Diocleciano, al aceptar la idea de Galerio de perseguir a los cristianos, hay que enmarcarla en el contexto de la reforma y restauración que llevó a cabo en el imperio; pero fracasó por completo. La persecución no reportó beneficio alguno para el Estado; todo lo contrario, creó una situación de gran malestar, no solo entre los cristianos, que en la parte oriental constituían ya cerca de un 50 por 100 de toda la población, sino también entre los mismos paganos, que no veían con buenos ojos tanto derramamiento de sangre".

Diocleciano, viejo y achacoso y, sobre todo, hastiado por el fracaso, abdicó en mayo del año 305.
 
 
 
 
 
 
 

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