VIII. VALERIANO

 



El comienzo del reinado de Valeriano [Publius Licinius Valerianus (200 – 260)] fue de paz y tranquilidad para la Iglesia católica. Incluso Dionisio de Alejandría, llamó a la corte imperial "una iglesia de Dios", puesto que algunos cristianos llegaron a ocupar puestos importantes en el palacio imperial. Algunos atribuyen esta tolerancia al favor que dispensaba a los cristianos Solonina, esposa del heredero del Imperio, Galieno.

Sin embargo, más tarde, Valeriano tomó una actitud de oposición contra ellos.

Dionisio hace responsable de esta reacción al ministro imperial, Macrino, más adelante usurpador, que pudo desde luego sugerir a Valeriano remediar la precaria situación financiera del imperio confiscando los bienes de cristianos hacen­dados. Pero, junto con ello, la amenazada situación general del im­perio movió, sin duda, al emperador a prevenir, por un golpe radical contra los cristianos, un potencial peligro interno.

Fue en agosto del año 257 cuando se inició la persecución, publicando el primer edicto.

El primer edicto iba contra el clero, exigiendo a los obispos, presbíteros y diáconos sacrificar a los dioses del Estado, bajo pena de muerte. El fin era claro, el clero y la clase noble y pudiente de la Iglesia tenían que ser eliminados, y los cristianos, privados así de dirigentes e influjo, quedarían reducidos a la impotencia y terminarían por no significar nada. Con este edicto se intentaba persuadir al pueblo de que podía servir a Dios en privado y entrar en el conjunto de religiones permitidas por el Estado. Privando al pueblo cristiano de sus jefes, sería más fácil llevarlo a cabo. En seguida, los obispos de las ciudades más importantes del imperio tuvieron que comparecer ante los magistrados romanos, y al negarse a dar culto a los dioses, fueron alejados de sus diócesis. Al mismo tiempo se desterraba y encarcelaba en Numidia a un montón de obispos, presbíteros y fieles laicos.

Pero como Macrino todavía no estaba satisfecho con este primer edicto, puesto que su objetivo era aniquilar por completo el cristianismo, en el año 258, salió el segundo edicto, que se conoce gracias a una carta de San Cipriano. En este edicto los obispos, sacerdotes y diáconos que no habían obedecido a las órdenes del emperador, debían ser ejecutados inmediatamente. Mientras que los nobles y caballeros que no renegaban de su fe, ofreciendo sacrificio a los dioses del Estado, serían degradados de sus títulos, y si perseveraban en su confesión, debían ser condenados a muerte. Las mujeres que perseverasen en la fe, serían despojadas de todos sus bienes y exiliadas.

Como en la persecución de Decio, también ahora la primera víctima fue un papa, en este caso Sixto II, junto con cuatro diáconos, entre los que se encontraba San Lorenzo.

África perdió a su eminente obispo Cipriano, que con serena actitud inolvidable, aceptó la muerte y en ella recibió una vez más el homenaje de reverente amor de sus fieles, que em­paparon, al ser decapitado, pañuelos o lienzos en su sangre y en­terraron entre cánticos su cadáver.

España está representada por el grupo de mártires Fructuoso, que era obispo de Tarragona, y sus diáconos, cuyas actas, en cuanto a lo principal, son auténticas.

También existen valiosas actas sobre dos grupos de mártires, de los cuales el uno, con Santiago y Mariano a la cabeza, sufrieron el martirio el 6 de mayo del alto 259 en Lambasis, la capital de Numidia , y el otro, denominado con el nombre de Lucio y Montano, sufrió el martirio el 23 de mayo.

Es célebre un grupo de mártires sacrificados en Utica (África), conocidos con el calificativo “massa candida“, ó masa blanca. Según la leyenda, trescientos cristianos, colo­cados ante la alternativa de ofrecer sacrificio o ser arrojados en una fosa de cobre incandescente, sin dudarlo escogieron lo segun­do. El arqueólogo romano Padre Franchi de Cavalieri demostró que bajo aquella expresión massa candida no se podía entender una masa de osamenta blanquecina, sino una finca rústica en las proximidades de la ciudad Utica.

En Egipto también hubo muchos martirios, según cuenta Dionisio de Alejandría en algunas de sus cartas.

Pero como apunta Llorca:
[…La persecución de Valeriano terminó de una manera inesperada.]


Esto se debió, en primer término, a la catastrófica guerra contra Persia. El mismo Valeriano se dirigió en el año 259 a Edesa, asediada por Sapor rey de los persas. Debilitado por la peste que diezmaba sus fuerzas, Valeriano quiso entrar en tratos de paz pero, hecho prisionero, fue entregado luego a las más humillantes vejaciones y a un verdadero y deshonroso martirio.

Con la desaparición del emperador cesó también la persecución contra los cristianos. Más aún, para que no quedara duda de ello, Galieno (260-268), hijo y sucesor de Valeriano, quien por influencias de su madre, Solomina, profesaba cierta simpatía por el cristianismo, dio inmediatamente un edicto de tolerancia.
 
 
 


 

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